Caracas, noviembre 2005
Prefacio de la autora
La exclusión de las mujeres lesbianas se sostiene en todos y
cada uno de los discursos que circulan en la sociedad, y no
sólo en aquéllos del poder organizado o de los hombres como
grupo.
La sexualidad humana es una categoría política. La
normativa social y los mecanismos ideológico-políticos de
control a lo largo de la historia, han condicionado y desarrollado,
desde la antigüedad, modos represivos y performativos de la
sexualidad. Modos que llevan en sí mismos las condiciones sociales
de la opresión y la exclusión de las mujeres en general. Y de las
lesbianas especialmente, herejes en sus prácticas, prescindentes
del varón y cuestionadoras, por tanto, de la norma heterosexual
y falocéntrica.
La sexualidad de la mujer lesbiana, en tanto ejercida desde
el deseo, es una fuerza subversiva y emancipadora. Sostenemos
que luchar por una sexualidad placentera es transgredir, es
oponerse, es encarar una lucha política.
A través de la historia patriarcal, las sociedades han
condenado, perseguido, estigmatizado las prácticas sexuales que se
distancian del discurso ofi cial, represivo en sí mismo. Las sexualidades
alternativas han sido califi cadas como pecaminosas, producto de “pactos con el demonio”, enfermedades, inmoralidades y/o delitos.
Las condenas y sanciones han ido tomando diversas modalidades.
En el paroxismo de esa transformación, la religión proclamó la
amenaza del fuego eterno y aplicó el castigo de muerte en la
hoguera. En el mundo laico, las leyes aplicaron sanciones punitivas
y condenas concretas. Mientras, el psicoanálisis (la medicina)
promulgó la “patologización”. Los imaginarios sociales más
actuales corrieron los límites de lo considerado normal, dentro de
cuyos parámetros ahora se incluyen algunas transgresiones y se
excluyen casi todas.
En la medida en que los castigos directos y la prohibición
punitiva perdieron efi cacia, los dispositivos de poder sofi sticaron
sus mecanismos: se hicieron más simbólicos y se articularon con
múltiples estrategias.
La represión sexual resulta imprescindible, dado que
sus leyes y normas forman parte de los instrumentos políticos de
dominación. Éstos articulan la estructura social, determinando que
la admisión de tales normativas, supone la aceptación del propio
sistema y su adscripción conciente o inconciente.
Así, en las sociedades occidentales modernas se
normativizan y regulan las prácticas desde campos como la
sexología, el psicoanálisis, el discurso médico hegemónico y el
sentido común. Tanta es la necesidad de operar sobre el placer
y el libre ejercicio de la sexualidad. Tanta es la necesidad de
marginalizar, reprimir o neutralizar, mediante una teoría o una
doctrina cualquiera. Con ese fin, se la encuadra, se la secciona, se
la categoriza, se filosofa sobre ella, se la interpreta.
En tanto las relaciones patriarcales sustentan la organización
y el sistema social capaz de regenerar las condiciones materiales y
culturales para perpetuar la hegemonía masculina como ideología
y concepción del mundo, pensarse (y sentirse) mujer o varón sólo
es posible dentro de las esferas construidas ideológicamente. Para
que esta hegemonía opere como sentido común, necesita mostrar una total homogeneidad de las mujeres que permita preservar la
lógica heterosocial del sistema. El discurso patriarcal básico aún
intenta sostener la “naturalización de los sexos”, en un anacrónico
impulso esencialista.
Existe una legítima crítica de la conceptualización
de patriarcado, necesaria en tanto denuncia para la lucha
política, que debe ser entendida teniendo en cuenta el lugar de
enunciación de quienes instalaron el concepto. La elaboración
de dicha crítica lleva en sí huellas de raza (blanca), clase (media/
alta), etnia (occidental), nivel de instrucción (académicos/as de
prestigio). Por tanto, más allá de su indiscutido valor simbólico y
descriptivo, debemos ubicar el concepto de patriarcado en el
marco de sus condiciones histórico-concretas de producción.
Cuando las feministas de los países centrales de Occidente hablan,
por ejemplo, de la realidad de “la mujer del Tercer Mundo”, o de
la “mujer negra”, o de la “mujer lesbiana”, transponen los mismos
criterios generalizantes y etnocentristas que denuncian: anulan
la diversidad, las nacionalidades, las singularidades culturales, las
específi cas conformaciones grupales. Al respecto, puede verse también el trabajo de Amaia Perez Orozco de la Universidad
Complutense de Madrid, Hacia una economía feminista de la
sospecha: "El poder patriarcal se expande en cualquier relación
opresiva, por eso se articula también con las opresión de clase,
nacional, étnica, religiosa, política, lingüística y racial."1
Este trabajo se propone dar la palabra a las mujeres
lesbianas, permitir que emerja la posibilidad de “nombrarse a sí
mismas en el mundo” en lugar de dejar que otros/as (en nombre
de las ciencias sociales, la sexología, el psicoanálisis o el feminismo)
nombren desde afuera, hablen por ellas, las defi nan, les asignen
una producción de sentido más ligada a los/as interpretadores/as
que a las protagonistas.
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1 Marcela Lagarde, antropóloga mexicana, www.creatividadfeminista.org/articulos/francesca.htm
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