Aristóteles is not dead (y Platón tampoco, lamentablemente)*
El sesgo de género en la formación en biociencias
La cuestión de género en las
ciencias de la vida, las biociencias como se llama en el último tiempo al
abanico que incluye biología en todas sus muchas ramas, agronomía, veterinaria,
medicina, bioquímica, biotecnología, etc., está mucho más presente de lo que en
principio se piensa. En general, hay una idea de que las carreras sociales o
las humanísticas son más susceptibles de contener y reproducir sesgos de género,
mientras que esto no ocurriría en las biociencias porque una proteína es una
proteína y un ecosistema es un ecosistema. Sin embargo, no hablamos de la
naturaleza, de los objetos y seres reales del mundo, sino de las biociencias:
es decir, de una construcción cultural históricamente situada, desarrollada
dentro de ciertos paradigmas, en ciertos entornos sociales y llevada adelante
por determinadas personas en instituciones específicas. De manera que los prejuicios
sexistas, racistas, de clase y otros las atraviesan tanto como a cualquier otra
disciplina.
Los sesgos de género y
heterosexistas aparecen en todos los niveles: qué se enseña en las facultades,
cómo se enseña, quiénes enseñan, qué dicen los libros de texto, cómo es la
formación práctica, cómo funcionan los laboratorios de investigación, quién
publica dónde, quién está en la mesada y quién dirige institutos, quién asigna
becas y subsidios a qué temas y quién los recibe. Analizar en detalle cada uno
de estos planos llevaría un tiempo que no tenemos, pero podemos tener una buena
perspectiva haciendo foco en algunas de estas instancias. De todas las carreras
de biociencias voy a focalizar en la biología, porque es donde hice mi
formación y práctica profesional. En general, no hay tantas diferencias con
otras biociencias, aunque mucho de lo que diga ocurre en mucho peor grado en
las carreras tecnológicas, como las ingenierías.
¿Qué se enseña? Se enseña ciencia
todavía imbuida de platonismo y aristotelismo contada como la vieja historia de
los próceres de bronce actuando como llaneros solitarios. Es decir, se hace una
historia de la ciencia jalonada de hitos que brotan del ingenio, la
perseverancia o la iluminación de algunos hombres (blancos, por sobre todo,
pero además heterosexuales y cisgénero) que se suceden unos a otros y que como
mucho son unos discípulos de otros. No hace falta que hayan leído a Donna
Haraway, con que hayan leído al viejo Khun ya está claro que tal mirada sobre
la ciencia deja afuera del cuadro al 95% de las personas que hacen ciencia, que
construyen la ciencia cada día. Y muchas, hoy muchísimas, de esas personas son
mujeres (imposible saber cuántas de esas personas son gays, lesbianas,
bisexuales o transgénero porque nadie releva esos datos y porque la gente
sobrevive como puede en contextos hostiles, lo que muchas veces requiere no ser
visible).
Pero limitándonos a distinguir
entre hombres y mujeres, sin más señas particulares, incluso haciendo esa
historia heroica de la ciencia se hace una negación total de las mujeres
estelares. Si digo Darwin, todo el mundo presente hoy acá sabe más o menos de
quién hablo. Y casi con seguridad todas y todos saben que se llamaba Charles.
Si menciono a Watson y Crick, seguro también les suena, si no a tod@s, al menos
sí a much@s. En cualquier manual son llamados James Watson y Francis Crick. El
gran Stephen Jay Gould, o el respetable Richard Lewontin también son conocidos
y llamados por sus nombres. El no tan respetable Richard Dawkins y Konrad
Lorenz, los locales Federico Leloir, Bernardo Houssay, César Milstein. Podría
seguir, pero con estos alcanza. Todos tipos que son nombrados con nombre y
apellido. Probemos con ellas: Franklin, Michaelis, Menten, McClintock,
Margulis, Levi-Montalcini, Carson. Casi nadie las conoce fuera de ámbitos muy
específicos, a pesar de que las contribuciones de todas ellas han sido enormes.
Casi nunca son llamadas por sus nombres ni reciben el reconocimiento que merecen.
En el caso de Michaelis y Menten, por ejemplo, hay que empezar por aclarar que
se trata de dos personas, cosa que no siempre es clara en los libros de
bioquímica. Leonor Michaelis y Maud Menten tuvieron un papel muy importante en
el conocimiento del funcionamiento de las enzimas, ya que describieron
mecanismos de regulación que permitieron comprender en profundidad la acción
enzimática. Lynn Margulis aportó la teoría de la endosimbiosis que hoy es la
más aceptada para explicar la presencia de organelas como las mitocondrias y
los cloroplastos en las células eucariotas, pero ella es descalificada como
poco menos que una loca mística por confrontar con las ideas darwinistas de
selección natural y sobre todo con el papel central que el darwinismo le asigna
a la competencia. La mirada de Margulis sobre la naturaleza es congruente con
la hipótesis Gaia de Lovejoy y la convirtió en referencia para el ecofeminismo.
Rita Levi-Montalcini, feminista, perseguida como todxs lxs judíxs bajo el fascismo
en Italia, premio Nobel de Medicina, fue una pionera de las neurociencias,
donde está hoy la línea de frontera de la investigación. Rosalind Franklin fue
víctima de uno de los robos profesionales más escandalosos de la historia de la
ciencia, a manos de los famosos premios Nobel Watson y Crick, que se alzaron
con el título de descubridores únicos de la estructura del ADN cuando no hubieran
nunca podido aclarar la estructura sin el trabajo de Franklin. Ella hacía
difracción de rayos X, una cosa dura entre las ciencias duras y ellos
usufructuaron su trabajo pero no la reconocieron. Con muchas otras científicas
pasó lo mismo. Rachel Carson fue la primera en llamar la atención sobre las
consecuencias de la contaminación ambiental con su bien documentado libro
“Primavera silenciosa”, en la década del '60. Bárbara McClintock es una de mis favoritas,
porque tiene todo para que una, lesbiana experimentada, sepa que está frente a
una de las suyas, sobre todo porque es notable cómo las biografías oficiales y Wikipedia
se toman todo un trabajo para descartar esa posibilidad. Ella fue la que
estudiando el maíz describió mucho de la estructura de los cromosomas,
descubrió la regulación génica (que no fue reconocida hasta que dos hombres,
Jacob y Monod, la redescubrieron décadas después) y los elementos genéticos transponibles,
los transposones, que resultaron una herramienta fundamental en la era
genómica.
Este puñado de mujeres que tomé
como ejemplo tuvo una participación importantísima en temas centrales de las
biociencias pero son ignoradas o pasadas a segundo plano. Uno de los efectos
que tienen esas maniobras, además de la injusticia hacia estas científicas, es dejar
a las jóvenes que inician carreras de biociencias sin referencias y sin una
tradición o genealogía en la cual inscribirse. No es menor el peso que tiene
confrontar todo el tiempo con lo reducido del número de científicas de
renombre, con la sensación de que para las mujeres es casi imposible hacer algo
destacado. Esto también impacta en los jóvenes que se inician en estas
carreras, que arrancan con la falsa impresión de que todo lo más importante ha
sido hecho por hombres y que las mujeres están sólo para hacer cosas secundarias.
Sin embargo, el machismo en estas carreras no es flagrante sino un poco más
sutil. Podríamos decir que la casa no se reserva el derecho de admisión, pero
sí el de permanencia. Actualmente, nada restringe el acceso de las mujeres o de
las personas gltb a las carreras de biociencias. De hecho, en cuestión de
décadas estas carreras se han “feminizado” notablemente y el número de mujeres llega
a ser igual o mayor que el de varones en los años de formación de grado y en
estos últimos años incluso en los escalafones altos de la carrera científica
(que, por cierto, se sigue llamando carrera del investigador, sin contemplar
que haya investigadoras). La dificultad está en sostener las carreras
profesionales, y las mujeres –así como much@s gays, lesbianas y trans– van
abandonando en algún momento, o quedando en roles secundarios en grupos de
investigación liderados por sus parejas varones. Así, hay quizás mayoría de
becarias pero muy pocas directoras de institutos. Todavía hoy para esos
nombramientos hay que “compensar” el género con un número extra de
publicaciones. No obstante, a pesar de la presencia mayoritaria de mujeres
haciendo el trabajo experimental, sigue existiendo el problema de la ergonomía
en los laboratorios: todo el mobiliario, altura de las mesadas, de los estantes,
bancos, etc. está diseñado para cuerpos más grandes que la media de los cuerpos
de las mujeres. El embarazo tampoco está contemplado: si bien es cierto que
actualmente el Conicet concede licencias por maternidad y el tope de edad para
el ingreso a carrera de las mujeres se corre un año por cada hij@, esto ocurrió
en años muy recientes, luego del nombramiento de la feminista Dora Barrancos en
el directorio del Concejo. Y así y todo, el embarazo y el tiempo de crianza
funcionan como una demora en la carrera científica y no siempre l@s director@s
de los grupos de investigación respetan los tiempos o necesidades que acarrean.
Por ejemplo, no hay previsiones protocolizadas para evitar que las embarazadas
o las que amamantan estén en contacto con sustancias teratogénicas y mutagénicas
o evitar que realicen ciertas tareas de laboratorio. No hay lactarios en los institutos
y en la mayoría tampoco guarderías. No hay previsiones pautadas de cambiar
tareas de investigación por otras de docencia o de formación de otr@s becari@s
durante esos períodos, etc. De manera que esos tiempos del embarazo y la
crianza, que las mujeres pueden elegir posponer pero no tienen por qué verse
forzadas a hacerlo por sostener una carrera, no son reconvertidos y son vistos
como una carga.
Quizás el núcleo más duro del
sesgo de géneros patriarcal que tienen las biociencias venga del plano
epistemológico. Como dije al principio, todavía hoy están firmemente instaladas
concepciones vinculadas al platonismo y al aristotelismo. Platón hablaba de la
existencia de ideas perfectas, de los cuales los seres y objetos reales del
mundo material no son más que variantes defectuosas, irremediablemente imperfectas.
Dos mil años después, Linneo propone su sistema de clasificación de los seres
vivos, que sigue siendo el modo de organizar nuestro conocimiento de las
especies y de sus relaciones evolutivas por su practicidad y eficiencia. Para
él y para toda una escuela de naturalistas y luego de biólogos, cada especie se
identifica a partir de la descripción de un “tipo ideal”: el ejemplar perfecto,
el que encarna en grado óptimo cada característica de la especie. Todos o casi
todos los demás tendrán alguna variación en relación a ese tipo ideal. El
problema surge en el instante mismo de establecer cuál es el tipo ideal: en
numerosas especies, el dimorfismo sexual es patente. Piensen, por ejemplo, en
el pavo real o en los faisanes. Los machos son vistosos, y presas fáciles, las
hembras tienen plumajes apagados que facilitan el camuflaje durante la nidada. En
esos casos se impuso una descripción de ambos, un macho y una hembra. El texto
de las descripciones tiende a usar un lenguaje despectivo en relación a las
hembras. Con el advenimiento de la ecología, la genética y la biología
molecular, la caracterización de las especies ya no se basó tanto en la
morfología externa o en la anatomía interna y se les dio un lugar al
comportamiento, el nicho ecológico, la secuencia de genes y las proteínas. Sin
embargo, el concepto de “tipo ideal” en relación al cual el resto de los ejemplares
son variantes imperfectas, no fue erradicado. Por el contrario, logró
instalarse en los nuevos terrenos. Así, cuando se enseña biología molecular se
comete el error de enseñar el error: cada vez que se explica la replicación del
ADN y la aparición de mutaciones, se dice que las enzimas que duplican el ADN
cometen errores. La mutación, el cambio en la secuencia génica, prácticamente siempre
es conceptualizado como un error. Esto resulta inexplicable hoy a menos que se
tome en cuenta el enraizamiento tan profundo de las concepciones platónicas. A
cualquiera que haya estudiado algo de evolución debería resultarle evidente que
las mutaciones, las variaciones, son la posibilidad misma del mantenimiento de
la vida a lo largo de miles de millones de años en un planeta siempre
cambiante. Sin variaciones no hay evolución, simplemente en algún momento las condiciones
serían adversas para la vida y ésta acabaría. Aristóteles, por su parte, si
bien aportó el razonamiento causal también cimentó una interpretación misógina
de los fenómenos naturales que está bien vigente tanto en el pensamiento
científico como en la cultura popular. Hace unos meses, encontré en Facebook
una imagen de caricatura subida por un grupo de gays osos que dice “Nuestra historia”
y muestra un óvulo blanco, un grupo de espermatozoides blancos y un
espermatozoide pintado con los colores del orgullo gltb. Eso es aristotelismo
puro: el óvulo, que representa en este pensamiento a la mujer entera, es puesto
como algo completamente pasivo, vacuo, inerme, mientras que el espermatozoide,
que en este esquema equivale al hombre entero, es portador de agencia,
voluntad, características propias y, diría Aristóteles, calor, luz, y movimiento.
Inicia él solo la vida nueva. El óvulo vendría a ser una tabula rasa sobre la
cual el espermatozoide imprime la historia. Es típico que los hombres no se
identifiquen con el óvulo, sino sólo con el espermatozoide, mientras que
cualquier estudiante de secundario tiene claro que ambas gametas dan origen a
la cigota, que ambas tienen un aporte genético al núcleo equivalente. Esta
caricatura reproduce también esa imposibilidad misógina de aceptar al óvulo
como parte del propio origen. Lo mismo se transmite de generación en generación
a través del cuento de la semillita que pone el papá en la panza de la mamá,
que viene a ser una especie de terreno inerme que nada aporta de sí. Y lo
mismo, dice la antropóloga Emily Martin, se enseña en los textos de biología,
con esa caricatura romantizante donde el óvulo es descripto como una especie de
princesa en el castillo a cuyo encuentro va el espermatozoide.
No se trata solamente de asuntos
abstractos, de ideas que se discuten en las aulas de facultad pero alejadas del
cotidiano de la gente. Estas ideas tienen consecuencias bien concretas en la
vida de tod@s. La combinación de misoginia aristotélica y de idealidad
platónica es la que hace que todavía hoy se trate a la menopausia como una enfermedad;
que se describa la menstruación en términos de un fracaso y de pérdida
improductiva; que el embarazo sea descripto como algo que se “cursa” tanto como
una hepatitis; que el parto sea intervenido hasta la enajenación total del
poder de las mujeres porque “ellas, pobres, no saben qué hacer si alguien no
les explica” y porque se lo medicaliza como si fuera un proceso patológico: es
lo que hace que el conocimiento sobre la acción de las hormonas se use para
descalificar a mujeres que hacen política pero no se use como atenuante en
casos de infanticidio durante el puerperio como pasó con Romina Tejerina. Son estas
ideas las que no pueden aceptar que existan los cuerpos intersex, estas ideas
las que avalan las mutilaciones genitales de estas personas cuando aún son
bebés y las que niegan su voz cuando son adultas. Los cuerpos intersex no
responden a las idealidades platónicas ni a los binarios aristotélicos (y
patriarcales), y eso parece habilitar las intervenciones mutilantes. Estas
ideas son las que siguen pensando en las condiciones del espectro autista como desviaciones,
degeneraciones, trastornos y patologías, a pesar de que organizaciones formadas
por personas que están en el espectro y por sus aliad@s reclamen que se
reconozca la neurodiversidad. Estas ideas siguen respaldando la
conceptualización de l@s sord@s, l@s cieg@s, las personas con discapacidades
motrices o con distintos patrones de desarrollo psíquico o neuronal como
personas de segunda, nunca autónomas, nunca valiosas, que pueden ser abortadas
al mismo tiempo que se niega el aborto para cualquier mujer que no quiera
continuar un embarazo de un feto que no tenga estas características. Son estas ideas
las que nos patologizaron a las personas gltb, las que siguen operando en las
formas en que nos atienden la mayoría de l@s profesionales de la salud física y
mental. Estas ideas, sumadas al determinismo biológico, son las que avalan la
idea de que la orientación sexual está genéticamente determinada, pero no se
piensan experimentos para buscar ese supuesto gen de la orientación sexual, sino
que se busca y se habla del gen gay y más recientemente de los cerebros
masculinos y femeninos y de la feminización o masculinización de los cerebros
por exposición fetal a las hormonas como causa de la orientación sexual de las
personas gays, lesbianas o bisexuales y como base de la transgeneridad. Estas
ideas son las que hacen que nunca parezca necesario explicar la orientación
sexual heterosexual. Y son estas mismas ideas las que siguen operando en la
mente de casi todo el mundo heterosexual y cisgénero cuando explícita o
tácitamente piensan que el modo más correcto, superior, más natural de
vincularse y sobre todo de reproducirse es formando familias nucleares
integradas por una pareja de un varón macho y una mujer hembra con cuerpos
donde gónadas, hormonas, cromosomas, genitales y género estén nítidamente
alineados, que se mantengan monogámicos y se reproduzcan a través del coito. La
naturaleza muestra por todos lados infinidad de otras opciones, la pareja
heterosexual monogámica estable formada por individuos con claro dimorfismo
sexual es realmente una rareza en la naturaleza (y ese dimorfismo ni siquiera
es tajante ni fuerte en los humanos). Pero como es el modo que el capitalismo
patriarcal privilegia como forma de organizar la reproducción entre los
humanos, el antropocentrismo aristotélico lo pone como lente delante de
nuestros ojos para observar y analizar al resto de los seres vivos.
Por último, quiero mencionar un
aspecto muy directamente vinculado al capitalismo y la academia. La tendencia
de las últimas décadas ha sido a estimular la producción de patentes, algo
impulsado por los países cuya ciencia está más desarrollada tanto en el sector
de investigación como en el de la industria. Vemos que en cualquier
presentación de beca o de subsidio se pregunta por la posibilidad de
transferencia y se da un plus si hay patentes que puedan obtenerse o que hayan
sido obtenidas por el grupo de investigación o por alguno de sus integrantes.
Quienes hacen ciencia deben ser muy conscientes de cómo se imbrican los
intereses del capital con su actividad. Es un hecho repetido que en nombre de
la descripción de especies, de la clasificación, del establecimiento de
reservas, de jardines botánicos o de bancos de germoplasma se hacen
expediciones a territorios de campesin@s o de pueblos originarios y se toman
sus plantas, sus semillas, sus animales y junto con ellos todo el conocimiento
que esté disponible en relación a cómo criarlos, reproducirlos, usarlos. Luego se
lo patenta o no, pero se lo publica en journals.
En este movimiento se produce un efecto doble: por un lado, se perpetúa el mito
de que cualquier conocimiento que lleve el sello de la universidad, de un instituto
de investigación, de un journal es
siempre mejor y más confiable que todo conocimiento surgido de otras fuentes,
como la praxis cotidiana e histórica, el artesanado o el activismo. Por otro lado,
en ese movimiento de apropiación hay un despojo del conocimiento de esas
comunidades campesinas y originarias. Y mucho de ese conocimiento que es
públicamente vilipendiado pero secretamente aprovechado es construido,
conservado, transmitido por mujeres. En todo el mundo son tradicionalmente
mujeres las conocedoras y preservadoras de la diversidad de semillas de las
cuales sus comunidades dependen. También en esto hay que pensar cuando
analizamos los sesgos que reproducen las instituciones académicas y el sistema
de saber y poder en el que se inscriben.
* texto leído en Degenerando Buenos Aires II, Mesa “Sexismo y universidad”, convocada bajo la propuesta de "problematizar las prácticas y contenidos
heteropatriarcales que se producen y reproducen en la universidad desde una mirada interdisciplinaria".
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